Permítanme comenzar con una frase de Hannah Arendt: “Todo parece indicar que si bien resulta fácilmente concebible que la época Moderna comenzó con una explosión de actividad humana tan prometedora y sin precedentes, a su vez pueda acabar con la pasividad más mortal y estéril de todas las conocidas en la historia”.
Esta reflexión debe servirnos como una llamada de atención. No podemos olvidar que nuestros representantes —diputados, senadores, concejales— no solo son elegidos democráticamente, sino que tienen la obligación de rendir cuentas. Nuestro sistema se basa en la existencia de mecanismos formales e informales que garanticen el derecho ciudadano a estar informado. Sin embargo, estamos asistiendo a la normalización de una realidad en la que esta rendición de cuentas parece cada vez más ausente, alimentada por una preocupante pasividad social. Parte de la ciudadanía, profundamente ideologizada, deja de exigir explicaciones a los suyos, renunciando así a uno de sus derechos más fundamentales.
La democracia no puede sostenerse sin una participación cívica activa que estructure la sociedad y la capacite para reclamar sus derechos. Arendt advertía que, sin esta implicación, dejamos de ser individuos para convertirnos en masa, lo que supone un proceso de deshumanización. Una sociedad formada por personas intercambiables, sin iniciativa ni pensamiento crítico, destruye el valor de la pluralidad. Si dejamos que la masa nos dirija sin reflexión, el espacio de la libertad quedará arrasado.
Esa parte de la sociedad que permanece pasiva, esperando que los problemas se resuelvan por sí solos, transmite dos posibles mensajes: o todo les va bien, o simplemente les da igual. Ambas actitudes son incompatibles con una democracia saludable.
Arendt describió tres dimensiones esenciales de la condición humana: la labor, el trabajo y la acción. De ellas, la acción es la más importante, ya que es la que rompe con la pasividad, nos conecta con los demás y nos permite “hacer mundo”. A través de la acción utilizamos nuestras principales herramientas humanas: los hechos y las palabras.
En política, la acción es por naturaleza imprevisible. Por ello, debemos construir relaciones de confianza entre lo que los políticos dicen y lo que realmente hacen. Sin embargo, vivimos una creciente desafección social y una pérdida de credibilidad en las instituciones representativas. Esto no debe llevarnos a destruir la representación política, sino a identificar sus defectos y corregirlos. La política debe entenderse como una responsabilidad colectiva. La culpa es individual, pero la responsabilidad también puede serlo colectiva. Primero somos responsables ante nosotros mismos, por lo que hacemos o dejamos de hacer; después, ante quienes comparten con nosotros el espacio público.
Esta falta de responsabilidad colectiva se traduce en una sociedad apática, que ignora lo que Arendt llamó nuestra “responsabilidad vicaria”: esa que asumimos al saber que se cometen injusticias en nuestro nombre y, aun así, no actuamos ni alzamos la voz. Callamos, refugiándonos en la comodidad de lo privado, deseando que nunca nos toque directamente.
Frente a esto, debemos reaccionar, sin importar el lugar que ocupemos en el espectro político. Más que nunca, debemos preocuparnos por la verdad, especialmente cuando sentimos que todo lo demás se desmorona. No porque mentir en política sea algo nuevo, sino porque cuando se pierde la capacidad de hablar con claridad o de confiar en las instituciones, se pone en riesgo la fe en la democracia misma.
Este es el verdadero motivo que impulsa este artículo: debemos huir de dogmas ideológicos y ser exigentes con la verdad. La política, históricamente, ha buscado dificultar que las personas confíen en su propio criterio o formen opiniones informadas. Si renunciamos a buscar la verdad por nosotros mismos, debilitamos nuestra autonomía y acabamos dependiendo de los juicios de otros. Como advertía Arendt, la propia política puede socavar las instituciones al destruir la confianza de los ciudadanos en los representantes. Por ello, necesitamos recuperar nuestra capacidad crítica, exigir responsabilidades y asumir, entre todos, el compromiso de proteger nuestra sociedad y nuestra democracia.